Tras veintiséis años en tierras ignotas, Fray Ramón Paner regresa a su Barcelona natal con el legado de toda una vida: la historia del mayor descubrimiento de la humanidad.
En su memoria carga el testimonio de su llegada a la idílica isla de Ahíti junto a un grupo de bravos aventureros que bajo el mando del Almirante Cristóbal Colón fueron los protagonistas de la mayor gesta conocida por el hombre, pero también los encargados de someter las voluntades escondidas en ese exuberante nuevo mundo.
Por su parte, aunados en torno a la figura de su líder, Caonabó, y de su bella esposa, Anacaona, los aborígenes intentarán defenderse contra un choque de mundos en el que el amor, el deseo, la envidia, la ambición y el terror arrastrarán a los hombres hasta los límites más recónditos de su condición humana.
Anacaona ha permanecido por dos años como la novela más vendida en literatura del Caribe y América Latina
El olor del puerto de la ciudad más importante del Mediterráneo lo devolvió a casa. Ese olor nauseabundo de orines, sudor, cereales agriados, vino, pescado, aceite, sangre y madera putrefacta que lo obligó a vomitar por la borda de la nao antes de que los marineros amarraran los traveses.
Ya había desembarcado todo el pasaje, soldados en su mayoría, hombres que regresaban con las bolsas cargadas de oro, la mejor forma de reclutar una nueva cuerda de colonos dispuestos a cruzar un mar infame en busca de fortuna. Con ellos habían bajado a tierra algunos “indios”, como todavía los llamaban, atados por los tobillos a una cadena de grilletes y lacerados por los latigazos regalados durante la travesía. Solo ocho habían resistido la navegación de los más de cincuenta que capturaron en las playas de La Hispaniola, y por Dios que para los supervivientes hubiese sido mejor perecer en el mar.
El capitán le gritó que bajara, que dejara de una maldita vez su nave antes de que tuviera que prenderle fuego. El hombre, envuelto en una túnica deshilachada con la que se había limpiado los restos de vómito, se agarró a la barandilla de estribor y comenzó a descender por una escala fijada para que él y otros tres desgraciados más abandonaran la Graciosa. Sintió su cuerpo desgarrarse mientras se descolgaba hacia tierra firme.
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