Cierta tarde, luego de visitar algunas comunidades, a su regreso a la administración del parcelamiento “Buenos Aires” le esperaba una patrulla militar.
— ¿Y estos, qué andarán haciendo por aquí?, se preguntó.
El que parecía ser el líder, sin más presentación, se le acercó:
—De manera que vos sos Juan Ramón. ¿Me equivoco?
— ¡Sí, yo soy!
— ¿O sea que sos vos el que anda por allí agitando las masas y el que permite que se escape el enemigo?
— ¡No sé de qué mierda me estás ha...!
Un culatazo lo sentó en el suelo, haciéndolo caer de rodillas.
Vivanderas y enfermeras contemplaban, impotentes, aquella escena. Don Alfonso observaba todo desde la ventana de su habitación, indiferente.
Los demás empleados se veían consternados ante aquella escena. Ya estaban tan acostumbrados; sin embargo, en esta ocasión, se trataba de alguien noble de espíritu, que se había hecho amar entrañablemente por todas las comarcas y comunidades.
Por momentos, aquella triste escena les recordaba a otro ser querido en las mismas circunstancias, y de su mente no podían separar a quien corriera con la misma suerte, el padre Luis, también ferviente defensor de los humildes, cuya valentía y abnegación le costó la vida a manos de esos esbirros, aumentando la enorme lista de mártires, la mayoría anónimos, que murieron soñando con un mundo mejor y más humano. Vivieron y murieron por el bien común.
Ahora lo miraban, indignados de que eso le pasara a él, especialmente a él, ardiente, apasionado y silencioso abogado defensor de ese mar de desdichados y olvidados.
Impotentes testigos, algunos arrechuchos se llevaban la mano al cinto para extraer su machete y liberarlo de aquel suplicio, pero la cordura o el temor eran más fuertes que lidiarse con aquellos kaibiles dispuestos a tirar a matar a todos, niños y mujeres incluidas, con sus Galil, listas ante cualquier movimiento.
Juan Ramón fue amarrado con hilos de cáñamo por los dedos, lo que causaba un terrible dolor. A empujones, lo condujeron al helicóptero, listo para despejar. Durante el trayecto, no dejaban de golpearlo sin cesar.
Después de algunos minutos, aterrizarían en una base militar que Juan Ramón no podía ubicar.
— ¡Vas a ver, mal parido de mierda, cómo nos vas a decir todo lo que queremos escuchar! —le gritaba aquel cabo con una enorme cicatriz que le atravesaba el rostro, mientras lo postraba en el suelo de un puntapié en las costillas, para luego arremeter contra la parte testicular.
Juan Ramón sangraba. Había perdido parte de la visibilidad a causa del golpe que le dieron, causándole serios hematomas en la parte superior del pómulo izquierdo.
— ¡Si sos un poquito inteligente, nos decís quién te envió y quiénes más están por aquí y si contás con suerte, puede que te dejemos ir, de vos depende!
Entre palabras entrecortadas, apenas podía repetir, hasta el cansancio:
—No sé de qué me hablan… yo sólo trabajo para el gobierno.
Uno de los soldados, colocándose unos guantes como de construcción, tomó en sus manos un pedazo de alambre de púa, el utilizado para hacer cercas, y comenzó a azotarlo sobre la espalda.
— ¡Todo lo que tenés que hacer, si querés vivir, es soltar la lengua! ¡Danos nombres, eso es todo!
Mientras proseguían con aquel suplicio, su mente divagaba, pensando en Flor de María, en mamá Mencha… se preguntaba qué estarían haciendo.
Quería y debía conservar la lucidez del espíritu; de lo contrario, no podría soportar por más tiempo; sucumbiría. De aquel estado de espíritu dependería su supervivencia; estaba consciente de ello.
En su interior luchaba consigo mismo. “No me dejaré vencer”, pensaba.
Luego, otro golpe y tantos más, hasta que en determinado momento, creía ya no sentir más dolor, sólo una especie de calambre que le recorría la espina dorsal hasta los pies. Probablemente, la codeína cumplía su función paliativa contra el dolor intenso. Su pensamiento se concentraba en Flor de María.
La veía en la playa, jugueteando con las aguas, sonriente. Y lentamente, se acercaba a él, con los brazos extendidos y su sempiterna sonrisa.
— ¡Tengo una idea! Se ve que éste es de los duros —exclamó aquel miserable personaje— ¡Tráiganlo hasta aquí! Le voy a aplicar el método del ganado.
Lo conducían al taller de reparaciones. Luego, con las manos hacia atrás, lo levantaron, ayudados de una polea. Seguidamente, extrayendo de un fogón una barra de hierro al rojo vivo, le atravesaron el costado derecho.
Juan Ramón perdió el conocimiento. ¿Cuánto tiempo? Quién sabe.
Al despertar, se vio maniatado, cara al suelo, cerca de la pocilga. Los cerdos le contemplaban con sus ojos curiosos.
El dolor se hacía más y más insoportable; estaba a punto de desvanecerse de nuevo.
Una mariposa monarca se asentaba cerca de él, a tan corta distancia que se podían escuchar el aleteo, lo que atrajo la atención de Juan Ramón. Ésta aleteaba lentamente, mientras alzaba el vuelo para posarse suavemente sobre sus heridos hombros.
— ¿Qué pasa aquí? —inquirió el recién llegado, que descendía de un helicóptero.
—Mi coronel, atrapamos a uno y parece ser de los buenos...
— ¡Déjenme ver!
Mientras tomaba a Juan Ramón por el pelo, después de examinarlo detenidamente, tratando de encontrar algo reconocible en aquel maltrecho rostro, pensó: “No puede ser. Esto es una extraña coincidencia”.
—Cabo, que se lleven a este hombre a la enfermería de inmediato y que lo atiendan. Cuando ya esté en condiciones, me lo remiten a mi oficina.
— ¡Sí, mi coronel! ¡Como usted ordene, mi coronel!
Descalzo y apenas vestido con un pijama que más parecía uniforme de cárcel, Juan Ramón fue conducido hasta la oficina principal. Una baba sanguinolenta aún le escurría por la boca.
— ¡Quiero indagar al individuo, en privado, así que me dejan solo con él! ¡Cierren la puerta!
Sentaron a Juan Ramón. El coronel se instaló frente a él, tan cerca que se podía sentir su respiración.
—Veo que no le han tratado debidamente. Por el momento, no me interesa saber por qué está usted aquí. Ignoro los motivos, pero, por ahora, es otra mi preocupación, así que si usted me ayuda... dígame, ¿cómo se llama?
Juan Ramón no respondía. Mismo si hubiera querido, estaba como ido, con la mirada pegada al suelo.
— ¿Su nombre?
Nada. Por más insistencias, era imposible hacerlo hablar.
Siempre con la mirada perdida, ni siquiera se había percatado del rostro de su interlocutor.
— ¡Vamos, hombre! ¿Cómo se llama?
Ninguna respuesta. El coronel exploraba cada detalle de aquel maltratado rostro. Le abría las cejas para ver más profundo, en el interior del ser mismo, algún gesto conocido, hasta que con mucha dificultad, pudo descubrir la retina de los ojos. Ahora estaba más seguro.
— ¿Es usted Juan Ramón? —, le inquirió entonces.
La reacción fue espontánea. Apenas alzó la frente al oír su nombre, mientras sus ojos se agrandaban.
—De modo que es usted… ¿No sabe quién soy yo?
Y en ese momento, encendió un cigarro y se lo colocó en sus hinchados dedos.
— ¿Seguro que no me reconoce? Bien, le voy a refrescar la memoria. ¿Se acuerda de que cierto día, en Monterrico, se encontraba usted junto a tres muchachos más? ¿Se acuerda de los dos niños que salvó? Pues bien, ¡eran mis hijos! No sé por qué lo trajeron aquí. Más bien, creo que fue un daño colateral, como decimos en nuestra jerga, o producto de una maquiavélica acción en su contra.
Mientras decía estas últimas palabras, se encaminaba hacia la ventana.
—Lo voy a sacar de ésta. ¡Soldado!
En seguida, entró un soldado.
— ¡Sí, mi coronel!
— ¡Que le procuren ropa decente a este señor, que se tome una ducha y en seguida me lo remite de nuevo!
— ¡Sí, mi coronel! ¡Como usted ordene, mi coronel!
Poco tiempo después, Juan Ramón era conducido por segunda vez a la oficina de aquel improvisado y súbito salvador.
Éste lo esperaba con un sobre grande de color amarillo, sin membrete.
— ¡Siéntese, Juan Ramón! ¡Qué pequeño es el mundo! Espero no verlo otra vez en esta situación. Aquí le entrego un salvoconducto con el que podrá llegar a casa. Nadie lo va molestar con esto. Espero que comprenda que a veces cometemos errores, pero es por culpa de esos malditos comunistas que pululan en nuestro país. ¡Si al menos nos dejaran en paz! Pero esos bastardos terroristas se han ensañado con nosotros y nuestra libertad.
Juan Ramón hubiera deseado sacar fuerzas de flaqueza y asentarle un puñetazo en plena cara. Esa ignominia disfrazada de ideales era un insulto a la dignidad humana.
Si no hubiese sido porque debía controlarse, dadas las circunstancias del caso… sólo alcanzó, no sin dificultad, a lanzarle una de esas miradas tan características de él cuando veía una injusticia, llena de odio y rencor. Su interlocutor sintió que un escalofrío le atravesaba la espina dorsal.
—Pero basta de hablar tanto. Adentro le adjunté algún dinero, para que se compre algo decente. No es conveniente que la familia lo vea en esas fachas.
Le aconsejo que se vaya, que tome a su familia y deje el país por un tiempo, quizás al Canadá. Dicen que allá están recibiendo gente. No sé.
Yo no sé si podré estar presente la próxima vez para sacarlo del apuro. Así que, siga mi consejo. ¡Cabo!
— ¡Sí, mi coronel!
— ¡Que el capitán espere y lleve a este señor a Cobán en el helicóptero! Usted va con ellos.
— ¡Sí, mi coronel! Mi coronel, ¿y a quién se lo entrego allá en Cobán?
— ¡A nadie! Desde ahora, el señor es un hombre libre.
Cuando Juan Ramón se disponía a partir, a modo de despedida, el coronel sólo alcanzó a decir:
— ¡Estamos a mano! Mi deuda con usted fue cancelada: ¡dos vidas por una!
Ya en el helicóptero militar, Juan Ramón abría con dificultad el sobre. En su interior encontró, efectivamente, un salvoconducto que lo protegería en caso de ser detenido en los retenes militares instalados por doquier, su anillo de graduación, su sortija matrimonial, un fajo de quinientos quetzales y aquel reloj Mortima que Flor de María le obsequiara para su cumpleaños.
Sin embargo, no encontró su portafolio con sus documentos de identidad.
─“Vaya, vaya, de la que me he librado. Estuve tan cerca de convertirme en otro tres equis”─, pensaba, haciendo alusión a los miles de cadáveres encontrados en las veredas y barrancos sin más identificación para enterrarlos que esas tres letras del alfabeto.
Genre: DRAMA / GeneralYa en el alba, y tal como estaba previsto, se inició aquella sencilla ceremonia religiosa a la cual asistíamos Edgar, el viejo párroco, el guía y los turistas y alpinistas que se habían adherido a nosotros.
La mañana era espléndida. Después de la sencilla ceremonia celebrada en honor de los fallecidos, y luego de un prolongado silencio por la memoria de aquellos dos que en la lejanía habían muerto, soñando con volver a casa, tomé la urna y a viva voz, para que los presentes me pudieran escuchar, exclamé:
— ¡Devuelvo a esta tierra lo que a ella le pertenece! ¡Estos sus dos hijos, vuelven a casa!
Mientras dispersaba el contenido por los cuatro puntos cardinales, concluí:
—Ahora sí, descansen en paz y juntos, por la eternidad, mis queridos angelitos.
Mientras me acariciaba el vientre, cerrando los ojos, me los imaginaba tomados de la mano, caminando en alguna playa, allá, en el Paraíso.
Language | Status |
---|---|
English
|
Already translated.
Translated by Federico Renzi
|
|
Author review: Great translation!!! I'm so satisfie!! Thanks Mariano. So professional!! |
French
|
Unavailable for translation.
|
German
|
Unavailable for translation.
|
Italian
|
Already translated.
Translated by Lydia Del Devoto
|