Aragón, invierno de 1134.
Ajenos a las sucesiones de reyes y coronas, los vecinos de Lacorvilla prosiguen con sus vidas. Sancho el Negro es un pobre carbonero que malvive como puede y es consciente de que el invierno no solo trae el frío y el hambre, sino también la muerte. Un grupo de bandidos, conocidos como los albares, se ha instalado en las inmediaciones de Lacorvilla y tiene planeado atacar la aldea.
Sancho no comparte el entusiasmo de sus vecinos por unirse al alguacil en una lucha contra los albares: ni cree en la victoria ni en el liderazgo del hombre que ejecutó a su padre. El odio es mutuo, pues hace años que el alguacil busca un modo de expulsar al carbonero del pueblo. A cualquier precio.
En medio de esta lucha por la supervivencia, un caballero misterioso llegará al pueblo proclamando ser un héroe salvador, pero en realidad pretende apropiarse de lo que algunos más aprecian. ¿Qué sucederá cuando descubran sus intenciones? ¿Qué pasa con los albares? ¿Y qué papel jugarán las mujeres de Lacorvilla, dispuestas a no ser ninguneadas?
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El sol seguía oculto entre los montes, remoloneando antes de despertar. Unos pocos rayos menos holgazanes se filtraban entre la cortina gris del cielo que amenazaba tormenta. Las sombras de los que cavaban en la tierra apenas eran perceptibles. Luz endeble y dispersa contra las finas placas de hielo que habían sido charcos.
El frío sí que había madrugado, entumeciendo las manos desprotegidas de Sancho y su hijo mientras se esforzaban en agujerear la tierra. Los dientes del carbonero castañeteaban y su vaho se mezclaba con el de su hijo, que se esforzaba en seguir el ritmo de su escuálido padre.
—Deberíamos haber traído una antorcha —gruñó García entre dientes.
Sancho le dio un afectuoso golpe en el hombro.
—Ya casi hemos acabado el hoyo —dijo tratando de animarle.
A García le costaba levantar los párpados, somnoliento por el temprano madrugar al que su padre le había obligado, y era difícil observar sus ojos claros. El gorro de lana le cubría hasta las orejas y ocultaba el pelo color carbón que siempre procuraba llevar corto. Alto y delgado, aunque con más cuerpo que su escuálido padre. Aún no era un hombre, pero en cuanto lo fuera no habría duda de que sería tan fuerte como el alguacil. Además, era un chico guapo —gracias a la madre, se decía en el pueblo—, y no le faltarían muchachas en el pueblo y alrededores que quisieran casarse con él. Más aún ahora que era heredero de buenas tierras.
—No entiendo por qué tenemos que enterrar nosotros al albar —se quejó el chico—. Fue Jimeno quien lo mató y este es su campo.
—Es trabajo duro —contestó Sancho—, cierto. Pero es necesario y Jimeno no va a hacerlo.