Con perdón de los terrícolas es una novela de ciencia-ficción que recoge de manera humorística, y con incisiva sátira, la incursión de un habitante de Marte (Korad) a la Tierra.
El koradiano Ílef, luego de muchas peripecias, logra burlar la férrea vigilancia en su planeta y parte hacia la gran isla conocida como Atlántida, en la Tierra. Viene con la intención de ayudar a vencer la incultura en que se encuentra esta civilización, introduciendo los avanzados conocimientos científicos alcanzados en Korad, pero al llegar se encuentra al Gran Sabio, terrícola venido del siglo XXVII, que ha retrocedido en el tiempo para escribir la verdadera historia de esa época y saber, en verdad, por qué se produjo la desaparición de ese territorio.
A partir de ese momento, el autor narra una serie de hechos, donde se mezclan supersticiones e intereses, para llegar a un final inesperado e impactante. Esta obra es puro talento cubano.
Varios miles de años antes de que la atmósfera de Marte (Korad, según ellos), se convirtiera en la bazofia que es hoy, sus habitantes habían abierto una complicada red de canales que surcaba por entero la superficie del planeta. Pero aquellos cauces no contenían líquido alguno, que eso hubiese sido demasiado academicista, sino luz. Sí, luz como elemento transportador de energía en lugar de esa telaraña de cables que muchos siglos después sería símbolo del progreso en las más avanzadas urbes del planeta Tierra, Nueva York incluida. También servirían para electrocutar gatos.
Más tarde, los koradianos edificaron ciudades a orillas de estos conductores lumínicos de energía y, como todas ellas tenían forma de poliedro, si se las miraba desde cinco mil pies de altura, aquello lo mismo podría parecer un inmenso panal, que un cuadro abstraccionista de Mondrian, o un amontonamiento de piedras semejante a una instalación actual. Pero no estaba del todo mal.
Korad era la principal ciudad marciana; daba nombre al planeta, y se hallaba situada en la margen izquierda del Gran Canal Meridional. Le llamaban así porque estaba al sur del que se abría al norte.
En las capitales suelen asentarse las principales edificacio-nes del Gobierno: los ministerios, los tribunales, los grandes teatros, los expendios de hamburguesas… No, los grandes esta-dios deportivos, no. Los koradianos no podían perder misera-blemente el tiempo en quemar calorías por gusto; lo considera-ban como una especie de masoquismo.
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