El 31 de diciembre del año 2.001, quedaron suprimidas definitivamente las prefecturas de Venezuela. Unas instituciones reguladas por una ley inconstitucional, injusta e inmoral; la ley de vagos y maleantes. Un cuerpo normativo que facultaba a los prefectos a imponer arrestos y detenciones de hasta setenta y dos horas, o internamiento indefinido en aberrantes colonias de reclusión sin orden judicial previa.
Dicha ley había sido heredada de la última dictadura que hubo en Venezuela; la del General Marcos Pérez Jiménez, y a su vez había sido copiada, casi al calco, de otra similar que se aplicaba en España en la época de la dictadura franquista.
En ella se consideraba que todos los que no tuviesen oficio conocido podían ser considerados como vagos o maleantes, y ser objeto de sanción por parte de los prefectos. Incluso a los homosexuales se les atribuía tal consideración.
Inexplicablemente, aun y cuando los fundamentos jurídicos y éticos de aquella ley rayaban en lo absurdo, mantenía su vigencia plena, y los funcionarios encargados de su aplicación no estaban facultados para negarse a ejecutarla. Mientras mantuviera su vigencia, los prefectos estaban obligados a acatarla, cumplirla y hacerla cumplir.
Por ventura o por desgracia, el destino me eligió para ser uno de aquellos últimos prefectos.
Estas son las memorias de algunos de los casos más sorprendentes con los que tuve que lidiar.
Estaban citados, y comparecieron ante mí, una señora mayor (de algunos cincuenta y tantos años), a la que llamaremos doña María, y su vecino, otro señor pasadito de los cincuenta, que aquí citaremos con el nombre de don Pancracio.
Establecí las reglas de diálogo previamente.
«Consta una denuncia contra don Pancracio ante esta prefectura, realizada por su vecina, doña María. Les prevengo que para hablar yo daré los turnos de palabra, y les agradezco que no se interrumpan. Cada cual tendrá la oportunidad de decir todo lo que quiera, y al final, hablaré yo. ¿Queda claro?»
Ambos asintieron con las cabezas.
Don Pancracio era un hombre de tez morena oscura, tremendamente desaliñado, es decir, trajeado con ropajes viejos, rotos y muy sucios. Su olor corporal resultaba tremendamente repugnante. Calzaba únicamente unas viejas y desgastadas chancletas que dejaban al descubierto unos pies con unas uñas largas y renegridas, embarrados con tierra negra y fétida mugre. Un único diente, ennegrecido y mugriento, asomaba a su boca cada vez que la abría para hablar. Por el contrario, doña María era una señora bien vestida, aunque humilde, olorosa y perfumada, que tuvo la precaución de retirar un poco la silla del lado de don Pancracio cuando los invité a ambos a pasar al despacho y sentarse ante mí.
—Muy bien —dije dirigiéndome a doña María—, diga usted cual es el motivo de la denuncia.
—Vera usted, señor prefecto, ocurre que este señor es mi vecino desde hace algunos años, y últimamente no se le ha ocurrido otra cosa mejor que cagarse en la acera del frente de su casa como si ese fuera su baño o su patio...
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English
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Already translated.
Translated by Murray McLean
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Author review: Satisfecho con el trabajo realizado por este traductor. Entregó el trabajo en el tiempo comprometido y no tuve nada que objetar a la traducción realizada. ¡Lo recomiendo! |