La ambigüedad de una traición es el motor de esta historia que constituye el tema aparente de “El refugio de Vegabaño”. Sin embargo, lo que en realidad enmascara es el desorientado transitar de los personajes por una fascinante entorno de espejos en los que se reflejan el amor y el rencor, el pasado y el presente, la realidad y la ficción, en un trepidante claroscuro de corte premeditadamente narrativo que mantiene al lector bajo su hipnosis hasta el último renglón del libro.
Convocados por un comité comunista de guerra, cuatro soldados republicanos se dirigen hacia Soto de Sajambre (aldea situada al norte de León, en pleno corazón de Picos de Europa) para ejecutar al agente infiltrado Lucas Alcázar, intimo amigo de varios componentes del grupo y amante en un candente pasado de la guerrillera Nadia Lorenzo. A partir de este instante la trama se pierde en el tiempo, viajando en la memoria del narrador, a través de arcanos bosques, oníricos paisajes y las majestuosas calles de Oviedo, diluyéndose, en la inspiración musical de un pianista y un saxofonista, para terminar perdiéndose entre los lienzos de un excéntrico pintor.
Descendíamos por el páramo de uno en uno, arrastrando el silencio, omitiendo, incluso, el sonido de nuestros propios pasos; despacio, deslizándonos lentamente como enormes cobras dispuestas a derribar de una mordedura letal a su presa. El teniente Ramírez Bermejo iba primero, moviéndose a través de la cañada con el sigilo de un gato montés, arañando los segundos al minutero con la intención de cumplir el horario previsto. Pero antes había que procurar asegurarse que la Guardia Civil no hubiera distribuido agentes en los alrededores del pueblo, por lo que evitamos los caminos y sendas principales, descendiendo con cautela a través de los robledales.
El bosque nos proporcionaba la cobertura necesaria para mantenernos ocultos de cualquier posible puesto de vigilancia del enemigo. «Orden a la hora de actuar», nos había exigido Bermejo, movimientos lentos, comedidos, realizados con el mayor de los sigilos al anclar nuestros pasos sobre el terreno, evitando posibles deslizamientos sobre la nieve.
Nadia Lorenzo vigilaba la retaguardia por si alguien seguía nuestras huellas. «Orden a la hora de actuar», sin perder nunca de vista a los compañeros. Era algo que deberíamos tener claro, actuaríamos como si los cuatro formáramos parte de un todo. Un arma mortal lista para aniquilar, engrasada con esmero, cuyos engranajes funcionaran a la perfección cuando llegara el momento de accionar el percutor. «Silencio y orden a la hora de actuar, ya lo sabe, compañero Martín, de su pericia en la operación depende la vida de los demás, debe actuar con frialdad. Nos duele tener que eliminar a uno de los nuestros, pero los traidores no merecen piedad». «A sus órdenes, mi teniente», contesté.
